Una palabra no pronunciada es, en el mejor de los casos, similar al malestar de tener comida atrapada entre los dientes. Reformulo: una palabra que anhelaba ser pronunciada y permanece en el terreno del silencio, de los secretos que uno habrá de llevarse a la tumba, genera una molestia que comienza a gestarse en la boca del estómago y termina por revelarse en el aliento putrefacto de quien lleva velcro entre los labios. Pienso: aunque nunca aprendí a guardar silencio, sí que aprendí a sacarle la vuelta a las palabras más importantes. Y tal vez por eso decidí abrazarme a la pluma. Tal vez, en mi incapacidad para decir un «te amo» en las rocas, sin que me tiemble la voz y sin deformar la «m» para llegar victoriosa hasta la «o», decidí que debía aferrarme a la escritura. Sí, sí que puedo confesar y regalar desde la palabra que se imprime en el papel o en la pantalla. Pero no desde la que se fuga, la que se hace vibraciones hasta desvanecerse en el viento. Sé de la guerra pronunciada en contra de la búsqueda de permanencia. Y sé que para quienes esperan de mí un discurso elocuente o una confesión inmediata, para quienes una respuesta marca la diferencia entre la vida y la muerte, para quienes solo existe el ahora, mis palabras llegan siempre demasiado tarde. Dicen, sin embargo, que de nada sirve una palabra que tarda en llegar. Pero he descubierto que las palabras, mis palabras, toman tiempo.
He escuchado también que tal vez se trata solo de una evasión, de miedo a comprometerme con lo que digo cuando me abstengo de pensar demasiado. Puede que sea cierto. Además, eso explicaría por qué suelo escribir con lápiz, borrar demasiado, romper las hojas que —aunque reflejan lo que siento— traicionan lo que pienso, jamás revisitar lo que ya he escrito. Una vez me convencí de que ninguna intuición puede hacerse verdadera si me niego a pronunciarla en voz alta. Un pensamiento que se transforma en palabra adquiere un nuevo grado de realidad; puede volcarse sobre mí y apoderarse del terreno de lo que, dentro de mi universo, es definitivo. Y sí, aunque hablo demasiado —tanto como para hartarme del sonido de mi propia voz, para poder desear callarme para siempre— logro mantenerme en silencio en esas situaciones que están al centro de mi propia existencia: el miedo, el amor, la soledad, la tristeza, la gratitud, el perdón y una larga lista de etcéteras.
Procuro no atender al teléfono. Escribo demasiadas cartas. Me despido a la distancia. Escribo poemas. Amo con la mirada. Pienso. Borro. Reescribo. Doy felicitaciones por escrito. Dejo disculpas como esbozos y borradores. Aunque para muchos pueda parecer una falta de valentía —y aceptaré cualquier reproche que comience con un «da la cara»—, en el fondo escribir requiere de un grado superior de fe. Significa que tengo la certeza de que mañana, eso que he dicho, seguirá estando ahí. Y será tuyo. Y podrás revisitarlo tantas veces como quieras. Y, muy a pesar de mí, sus efectos seguirán siendo siempre frutos de mis entrañas.
Esto, aunque parezca una absurda confesión de mi pánico escénico, es en realidad una manera de decir que he acumulado demasiadas palabras que a veces se esconden en esos recovecos inaccesibles para la lengua. Es, a su manera, una forma de pedir perdón a quienes de mí esperaban una palabra sincera y a cambio recibieron un silencio acompañado de un lamento tardío. Es, también, una justificación para seguir escribiendo. Un motivo para dotar de sentido al laborioso y muchas veces inútil esfuerzo de ser dueña de mis palabras. De ser el títere y el ventrílocuo de mis ideas hechas verbo. Es desear hablar con fundamentos desde el vientre, pero ya no para el vientre. Es querer aprender, por fin, a saber elegir el tono, la velocidad y la intención de lo que siento.