Ahora mismo tengo un dolor propio. Si fuera ajeno, me pondría la piel chinita, me daría lástima suficiente para doblar el labio inferior. Este es propio. Y los dolores propios nunca me han resultado conmovedores. Me dan rabia. Me ponen el cuerpo pesado y tieso. Me hacen acumular lágrimas debajo del párpado inferior que, con el tiempo, se convierten en humedad que comienza a pudrirme la carne.
Con el afán de conservarme la cara libre de hongos, busco palabras en un diccionario etimológico. Ningún psicólogo me lo recomendó, solamente creo que entender la historia del lenguaje que hizo posible a Pizarnik se parece mucho a entender el dolor humano a través de la historia. No analices la oración anterior, no guarda sentido.
A mí no me gusta que me miren como si fuera un perro atropellado a la orilla de la carretera. No me gusta encarnar ese dolor ajeno que le pone la piel chinita y le dobla el labio inferior a la gente. No me gusta, ni siquiera, que otros nombren mi dolor. Pero sé –y agradezco– que mis amigas en los últimos días se han preguntado entre ellas «¿cómo viste a Val?». Aunque no me miren, tal cual, como perro atropellado a la orilla de la carretera, quieren saber cuánto me duele.
Yo tampoco tengo muy claro cuánto. Los números en este momento no están de mi lado. Pero sé que la palabra doliente me describe mejor que la palabra dolida. Según mi investigación –que, por cierto, fue bastante superficial– es posible que doliente y dolida tengan un componente léxico compartido: Del latín, dolere, que significa enfermo, el que sufre. Pero los sufijos son diferentes. En doliente, el sufijo -nte indica participio presente, agente, quien hace la acción. En dolida, el sufijo -ida indica cualidad.
Y puedo ponerme más malita con la distinción poco relevante: doliente es un sustantivo, dolida es un adjetivo. A ver si me explico: este dolor no es una característica que se me embarra en la piel, yo soy una persona que ejerce este dolor. Cuando digo doliente mi voluntad entra en escena.
Podría, además, entrar en las connotaciones y negarme a ser nombrada como quien canta a todo pulmón con diez cubas de más una canción de desamor. Pero la conclusión es la misma: dolida me emputa. Y, al ser yo una persona que en el intento de quitarle fragilidad al dolor lo convierte en rabia, es poco recomendable tentarme el enojo cuando algo me duele.
Así que convoco una rebelión de dolientes, dolidos, sufridas, sentidas, sufrientes, lastimados, heridas, dañados y cualquiera que se identifique con ideas afines a las anteriores. Exijamos que cada quien elija el sufijo de su dolor. Solo nosotros, los perros atropellados a la orilla de la carretera, conocemos la sensación de costillas astilladas que atraviesan la piel. Por eso podemos nombrarla.