Antes hablaba por hablar. Llenaba los momentos mudos con palabras; no podía lidiar con el silencio, tiempo vacío. Después de muchas clases de filosofía y muchas cosas dichas en momentos inoportunos, aprendí que lo que decimos tiene un impacto: crea mundos. No se trata de decir por decir, se trata de decir para decir.
El lenguaje es muy extraño porque, aunque las palabras las aprendemos y las poseemos, nunca nos pertenecen realmente. Las tomamos prestadas de una tradición que nos antecede y que existirá incluso cuando el mundo solo quede con un rastro de nosotros. Usamos las palabras y nos las ponemos como mejor nos queden, aunque nos queden mal. A veces las usamos para expresarnos, pero la mayoría de las veces se trata de buscar reconocimiento, de que la voz se escuche en el aire y la mirada del otro se sitúe en nuestros ojos. Queremos ser vistos.
Cuando entendí que hablaba para ser escuchada, decidí apropiarme de mis palabras y de mis silencios; de mi libertad para escoger cuándo hablar y en qué momentos callarme la boca. Quiero hablar en momentos precisos, conocer lo que digo y los significados que tiene, perseguir la palabra correcta y buscarla entre los recovecos del abecedario. Eso es apropiarme de mi capacidad de hablar. Yo no quiero tomar prestado el lenguaje, lo quiero encarnar.
Las palabras no son solo palabras, también son historia. En cada letra se captura su génesis. Y no digo que el diccionario no se mueve con el tiempo, es más, de hecho soy de las que creen que el diccionario es un organismo vivo y su cualidad esencial es el cambio. Lo que digo es que nos fijemos en las palabras que decimos antes de decirlas. Que hablar y dejar de hablar sea una decisión moral. Que se hable cuando se tenga algo que decir. Que se calle cuando las palabras están de más. Que nos hagamos responsables de lo que decimos y lo que callamos adrede. Que no hablemos por hablar.