La maldición de la frase célebre

Por
Valeria
Farrés

Cuando empecé a estudiar filosofía, ya tenía un filósofo favorito: Kierkegaard. Mi profesor de la preparatoria explicó su pensamiento de una forma tan bonita que decidí, a mis diecisiete, que ese era el bueno aunque no lo había leído jamás. Y de su célebre frase, «la angustia es el vértigo de la libertad», me colgué para justificar mi muy ligera elección. 

También fue una cita fuera de contexto, y cercenada por el teléfono descompuesto que suele ser la academia, lo que me llevó a leer a Nietzsche. Mi mamá, queriendo prevenir mi agnosticismo, se encargó de advertirme que su terrible frase, «Dios ha muerto», es clara evidencia de que el filósofo bigotón era más bien un antifilósofo. Naturalmente en ese instante fui a comprar una antología de sus obras y leí las célebres palabras «Dios ha muerto» seguidas de algo que me resultó mucho más interesante: «¡Nosotros lo hemos matado!». Dejé de seguir las recomendaciones de mi jefa y el resto es historia. 

El punto es que, en una sola cita, un genio puede pasar por imbécil con la misma facilidad que un imbécil por genio. Incluso con contexto, nuestra labor hermenéutica puede ser catastrófica al grado de encontrar en un verso feliz la promoción del suicidio colectivo o en una declaración de guerra el verso más romántico de la historia. Sin contexto, hay aún más caos. 

De haber sabido que Milán Kundera le ponía voz a Franz (un personaje que me parece patético) cuando escribió que «amar significa renunciar a la fuerza», no lo habría utilizado como caption en Instagram. Y, aunque la frase cobraba una vida distinta cuando presentaba la fotografía de una niña pequeña a los pies de un caballo, borré la ridícula publicación. Pero a veces no podemos remediar lo que hemos hecho en complicidad con esos sitios web que arrojan 50 frases célebres sobre la regadera si así lo deseas. Y, a decir verdad, aún soy usuario frecuente de dichos sitios. 

Llamaré hipócrita a quien se atreva a decir que nunca ha extraído con pinzas una sección del diálogo ajeno para ganar una disputa. La descontextualización —junto con un toque de tergiversación, omisión, exageración o cualquiera de las anteriores— es gran aliada de los buenos memes, la retórica floja y el cinismo falaz. La buena noticia es que, aunque todos hemos pecado, tenemos una alternativa para convertirnos en los buenos del cuento: comprender en fondo y forma lo que citamos. Pero ¿cuándo se está de un lado y cuándo se está del otro? ¿A las cuántas páginas de lectura adquirimos la autoridad para citar en paz? ¿Cuántos títulos académicos convierten la retórica floja en argumento sólido? 

La curaduría bibliográfica de la academia no es más que una selección. Y, como cualquier otra, puede ser arbitraria o resultado de un criterio cuyo origen, de ser rastreado, descubriríamos como una cuestión de gustos y colores. Por más que los rimbombantes doctores quieran fingir que ese saco no les va, se toman todos los días su dosis de opinología. Supongo que lo que quiero decir es que yo no puedo responder las preguntas que hice en el párrafo anterior. Y creo que los académicos, aunque digan que sí,  tampoco pueden. 

Por otro lado, como experta en el uso bélico de las palabras de mi interlocutor —y experimentada inventora de discusiones innecesarias— recomiendo desarrollar una estrategia para prever cuáles serán las palabras que la audiencia sacará de contexto. Seguramente la estrategia será rudimentaria y casi completamente intuitiva. Yo lo estoy intentando, porque creo que los buenos escritores escriben sabiendo qué parte de su texto subrayarán los lectores o acabará en muchasbuenascitas.com. Y será repetida por bárbaros (como yo) que no han leído el libro completo.

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