Para la mayoría de las personas que conozco, la lectura es una actividad de emociones privadas. Recorren, de la mano de las palabras, los incontables rincones de la mente humana y los inagotables rostros de las cosas. Pero es un viaje en silencio, insospechado para quien los ve al otro lado del libro, tomando su café y pensando en que ya se le hace tarde para lo que sea que tiene que hacer. A diferencia de lo que pasa con el cine, el teatro o la música, rara vez hay lágrimas o risas en voz alta. Cuando esto ocurre, la obra que lo provocó adquiere un lugar especial en la memoria, donde la historia se vuelve inseparable de la sensación que despertó en el cuerpo. Esto es lo que me ocurrió al leer Las Malas.
Camila Sosa Villada tiene ese raro talento de reconocer y comunicar la belleza con la soltura de quien cuenta un hecho cotidiano, sacándola de sus más inesperados escondites. Esta obra empieza y se narra desde el recuerdo, donde la escritora es a la vez personaje y narradora, aunque, como menciona Ave Barrera, sabemos que la novela «va mucho más allá del relato testimonial o de la crónica». Bajo su pluma, lo desgarrador aparece iluminado por un aura de ternura, la ilimitada crueldad humana es contrarrestada por la solidaridad de amigas viejas o recién conocidas, por el vuelo de un ave o por el brillo en los ojos de un bebé abandonado.
Acercarte a este texto es como mirar por la ventana la realidad desde los rincones más obscuros: la historia de un grupo de trabajadoras sexuales argentinas, expulsadas a las periferias de la sociedad que todos preferimos ignorar, se convierte en un ejemplo de cómo lo más personal es a menudo también lo más universal, lo más profundamente humano. Estremecedor, pero lleno de una extraña luz. Esta narración no es para nada sencilla, y la lectura que se desencadena tampoco lo es, se abren heridas y Camila pone el dedo en la llaga para que exista, en cada página, un vértigo biográfico sin punto final.
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