Retrato de la memoria [de cuando aprendí a leer]

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Del baúl de recuerdos fragmentados: la primera palabra que leí fue «tajín».  

Hay veces en las que me cuestiono cómo funcionan los recuerdos, en particular, el protocolo de almacenamiento o la priorización que determina qué cosas se quedan y cuáles no. Y, también, por qué en la mayoría de las ocasiones se registran datos completamente innecesarios. Como, por ejemplo, el día que una persona extraña me explicó lo que significaba el concepto de «amante» en el imaginario colectivo; cuando me compraron unos zapatos verdes manzana y, aunque me apretaban, no dije nada; cuando pensé que la representación de «dios» era idéntica a la de un peluche de oso panda; el recuerdo tan vívido de un abatelenguas verde para niños de la enfermería de primaria; o, por qué no, el sabor del jarabe Motrin

Aquí, refiero a la recóndita memoria lejana de cuando aprendí a leer. Un libro de texto verde. Pasta suave, de espiral. Una jirafa amarilla animada. Muchas sílabas en rojo. Sonidos. Una clase de español. Dibujos. Y yo, sentada hasta atrás en la izquierda con los ojos pegados al papel.

Nunca creí que ese día marcara un parteaguas en mi vida, y es que es increíble pensar que las primeras veces son, en [muchas] ocasiones, también últimas. Un día aprendí a leer, a coser todas esas palabras y sonidos juntos y nunca más volví a ser la misma. Y aún me causa impresión. De repente tuve la capacidad de adentrarme en dimensiones alternas de historias y tiempos y personajes y lugares y cosas y palabras y realidades.  

Un día aprendí a leer y fui libre para siempre.

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