«Una familia es como un río. El agua se contamina y va llegando a distintos cauces. Si no lo limpias, cada generación se baña otra vez en el mismo río», Abril Castillo.
A veces pienso en el día de mi cumpleaños y en la carga que lleva. Nací el 11 de marzo, pero antes de eso, la fecha ya se señalaba en mi familia porque también ese día nació mi abuelo; aunque 68 años atrás. Pienso en cómo mis padres decidieron esa fecha y cómo pasé mis primeras celebraciones con un pastel, una vela y un deseo compartido. Las cosas han cambiado porque él ya no está aquí para celebrar su vida junto con la mía, ahora sólo se señala esa fecha en el calendario con un nudito en la garganta por saber que él ya no cumplirá más años.
En Tarantela, Abril Castillo escribe sobre la muerte de su tío Jano y cómo, a partir de esta, el flujo de sus relaciones [extra]familiares gira en torno al dolor, al duelo y al recuerdo. Abril señala que su hermano Lucas nació el mismo año en que su tío murió. Percibí algo escondido entre las fechas, los meses en los que cada integrante nace y muere, como si se formara una telaraña inconsciente alrededor del sistema familiar. Siempre me ha intrigado ese afán de que algún miembro de la familia comparta algún tipo de aniversario con otro; quizá es una manera de honrarlos en vida, pero nunca se piensa en cómo serán las cosas cuando la muerte alcance a alguno de ellos.
En esta novela se compara a la familia con el fluir de los ríos y cómo la corriente del agua se contamina conforme sigue su curso, como pasa con las familias, sólo que el agua es sangre y el flujo recorre las venas que alojan tanto a la genética como a las emociones. Las gotas con las que una familia se empapa son herencias cargadas de símbolos: un nombre, una fecha, un apodo. Todo eso construye un pequeño imaginario que únicamente los miembros de la familia comprenden.
La tinta fluye como el río y como la sangre
La historia de una familia se construye a partir de recuerdos y relatos que pasan de boca en boca. Abril integra los cuadernos de su abuelo a la narración y crea una mezcla de voces y de perspectivas acerca de un acontecimiento en particular: la dolorosa muerte de Jano. Así, hila pensamientos en torno al lenguaje y a la escritura. «Ser un objeto de sí mismo en vez de sujeto. Mirarse desde fuera y verse mejorar. Eso hace la escritura». Así, la narradora traza una serie de reflexiones que ponen a dialogar a la escritura con la muerte y con la vida.
La ermandad: «eres mi tarantela»
El cuarto capítulo lleva por título «Ermano» y, páginas atrás, la narradora revela su condición de hipocondríaca, que su cuerpo crea su propio malestar. El antídoto que parece funcionar es la «ermandad». Me pareció hermoso el juego que hace entre una falta de ortografía y la plenitud que acompaña el significado de [h]ermano para ella. Así, afirma que Lucas es su tarantela: «Lo que me sacude el veneno de estar viva». Entonces, se revela el significado del título. Tarantela es el diminutivo de la palabra «tarántula» en italiano, muchos años antes en una ciudad de Italia las picaduras de estos insectos eran mortales, tiempo después se descubrió que al sacudir el cuerpo de los enfermos el veneno salía por medio del sudor y lograban aliviarse. Así, se creó una danza que consistía en sacudir los cuerpos para acompañar a todos los que alojaban una picadura. Este final me llenó de ternura, se muestran dos antídotos para las mordidas de la vida: la escritura y la ermandad.