De La palabra que sana, un poema de Alejandra Pizarnik:
«Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa».
Fue Wittgenstein quien dijo, primero, que de lo que no se puede hablar es mejor callar y, después, que la función del lenguaje es tan variada como la de un clavo. O sea, al principio dijo que no todo se puede decir con palabras y que si no se puede decir es mejor no decirlo y, más tarde –en los años que algunos llaman su «madurez»–, dijo que las palabras son instrumentos con posibilidades infinitas, que el significado de una palabra está en su uso, que cada oración guarda una historia de vida.
Me gusta fantasear con la idea de Alejandra Pizarnik y Ludwig Wittgenstein en un café. Quizás hablarían de las palabras y los silencios mientras toman algo: enuncian, callan y enuncian. Probablemente encontrarían, entre sus ideas, muchas similitudes. Dos círculos que, poco a poco, se irían juntando en un espacio común: un diagrama de Venn. Pizarnik le diría «toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme» y Wittgenstein le respondería «imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida».
En 1964, Jean-Paul Sartre recibió una carta que decía que había sido nominado para el Premio Nobel de Literatura. El filósofo francés enseguida contestó que no quería ser galardonado con tal premio, pero su carta se perdió en el azul del cielo –o en la logística del correo– y fue elegido como el ganador. Su no cargaba detrás una razón política, que es en sí interesante y, cuando me enteré de la anécdota, pasé una tarde entera en el clic loco del internet intentando descifrar el misterio. Pero eso no me interesa hoy. Hoy me interesa que un filósofo ganó un premio de literatura.
Y así como Pizarnik y Wittgenstein tienen más en común de lo que parece, la literatura y la filosofía danzan y se entrelazan y dan pasos una sobre otra y avanzan de la mano y se despegan para voltear y luego volver. A este encuentro algunos le han llamado «zona de contaminación». Me gusta la imagen porque la contaminación no puede contenerse, se esparce como –ya sabemos– se esparcen los virus. La literatura está ahí dislocando la filosofía, poniéndola a prueba, comprobando que su manifestación no es solamente un ensayo académico. Y la filosofía está ahí nutriendo las ideas que habitan en un poema y proyectando los problemas morales a los que se enfrenta un personaje. Se atraen y se distancian como si fueran imanes, como si fueran amantes.
Sartre no fue –ni ha sido– el único filósofo que escribió novelas, también pienso en George Bataille, Albert Camus, Simone de Beauvoir, Fernando Pessoa. Y están también todxs esxs escritorxs y poetas que quizás no se consideran filósofxs, pero que su obra está plagada de cuestiones filosóficas.
Freud habló del poder catártico del lenguaje y Zambra escribió que «hay poemas que demuestran que la poesía sí sirve para algo, que las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten». Clarice Lispector dijo que el mundo empieza con un sí, John Austin exploró el poder performativo del lenguaje, Hannah Arendt escribió que «decir es una forma de hacer», y lxs tres estaban hablando de algo parecido.
¿Y entonces dónde está la frontera? ¿En dónde termina la literatura y empieza la filosofía? ¿En dónde termina la filosofía y empieza la literatura? La zona de contaminación es, tal vez, toda la zona.
Cuando estudié en la Universidad Complutense, tuve un profesor de filosofía española que insistía en que María Zambrano no era una mujer desterrada, sino transterrada. Porque, tras el exilio por la guerra civil española, no encontraba tierra alguna para asentarse. Estuvo en París, Nueva York, La Habana, San Juan, Roma y más. María Zambrano estaba más allá de toda tierra posible, pero Theodor Adorno dijo, también desde el exilio, que, cuando un hombre pierde su patria [o una mujer su matria], la poesía se vuelve un lugar en el que vivir. En cierta medida, así fue también para Zambrano, habitaba entre poemas y publicó un libro titulado Filosofía y poesía en el que explora la zona contaminada. Para Zambrano, lo auténticamente filosófico es lo que hay en cada obra de confesión. La filosofía cabe en un poema.
Cuando entré a la licenciatura en filosofía, mi librero se empezó a llenar de textos filosóficos, algunos los leí completos, otros parcialmente y aún hay varios que espero –algún día– leer. Cuando me gradué, mi biblioteca cambió conmigo, los libros de filosofía empezaron a habitar solamente una esquina, mientras que las novelas, cuentos y poemarios conquistaban el espacio. Se reproducían y crecían como plantas en una atmósfera perfecta. No pienso que he dejado de leer filosofía, pienso que encontré una nueva forma de leer filosofía. Una que me gusta llamar literatura filosófica o filosofía literaria.