Vaciar chat

Por
Jimena
Balcázar

Tengo la mala manía de coleccionar conversaciones, de nunca eliminarlas. Mi celular guarda mis tareas, berrinches, disertaciones cuasi-filosóficas y mensajes de cumpleaños desde 2014. A veces, esto me convierte en la justiciera más insoportable [aunque, también, en la más invencible]. «Ah, ¿que no dijiste esto el 12 de agosto de 2015? Pues ahí te va». Y saco el screenshot. Porque además, como Auxilio —personaje de Roberto Bolaño— «yo no puedo olvidar nada. Dicen que ese es mi problema». Menudo problema, si me lo preguntan. A veces me preguntaba por qué, teniendo tan buena capacidad de almacenar tanto papeleo en mi cabeza, no optaba por deshacerme de tantas palabras. Hasta que hace poco descubrí un muy buen motivo para no hacerlo. Un motivo que, para muchos, puede parecer el epítome del patetismo. Pero, por suerte, he aprendido a lidiar con que llevo un poquito del espíritu del joven Werther entre las venas, y ni modo.

Hace algunos meses borré una conversación importante, de esas que parecen guardar la historia de un pequeño mundo compartido. Tammy twitteó una vez que el amor es, en primer lugar, aprender a hablar el lenguaje del otro. En un intercambio de palabras [que ahora se complementan con stickers, emojis y todo tipo de lenguajes visuales], se va construyendo un pequeño diccionario que solo funciona para dos personas que habitan el mismo universo emocional. Leer al otro se convierte, pronto y sin querer, en una manera de reproducir su voz sin necesidad de escucharla. El autocorrector se va educando y ya sabe qué va después de la coma vocativa que sigue al «buenos días». El algoritmo del celular ya sabe que cuando lo desbloqueas a las 9 de la noche es para mandarle un mensaje a determinada persona. Y todas estas sutilezas que la tecnología va aprendiendo de nuestras relaciones amorosas, por desgracia, pueden sobrevivirlas con creces. 

Pero, volviendo a lo otro: borrar esa conversación me enseñó, entre muchas otras cosas, por qué tengo una fijación tan particular con las palabras. Y es que, para deshacerme de estas específicamente, tuve que hacer una especie de ritual. Por meses, antes de dormir, regresaba a leerlas. Una por una, fui seleccionándolas y coleccionando mis favoritas en una carpeta mental a la que titulé con el nombre de Lo que no debería caer en el olvido. Para quienes se pregunten cuál era la necesidad de borrarlas si estaba tan aferrada a ellas como para simplemente dejar que se fueran al vacío, tengo una buena respuesta. Uno de mis grandes hallazgos durante toda esta vacilada fue que la presencia eterna de las palabras puede confundir a la imaginación y trastocar la cordura. Si no era la respuesta que esperaban cuando dije que era buena, denme chance. 

Creo que, a veces, olvidamos que muchas de nuestras interacciones lingüísticas son en realidad el resultado de un largo proceso de interpretación. Esa interpretación, que puede estar bien o mal hecha, es lo que la memoria va guardando y reproduciendo cada vez que se le antoja. Para alguien con ansiedad, puede ser muy reconfortante afirmarse que las cosas que se dijeron fueron tal y como se lo dicta el recuerdo. El verdadero problema aparece cuando, en efecto, eres ansioso y encima te es dada la posibilidad de regresar a las palabras: lo que encuentras es un vacío, un decorado de ausencias que la cabeza trató de llenar con cosas que nada tienen que ver con la realidad. Al menos esto fue lo que me pasó a mí. Y dolió.

Mientras leía una vez más los párrafos eternos que caracterizan a las rupturas, eché de menos un montón de cosas que creí haber dicho. También, desee haber no dicho algunas otras. Por último, encontré una disonancia entre palabras que creí haber leído alguna vez y que, de pronto, parecían no haber estado ahí nunca. En cambio, estaban intactas algunas que —en medio de discusiones acaloradas— pasaron desapercibidas por completo. Lo que es todavía más desconcertante es que, por accidente, en mi mente había cambiado el tono y la intención de un montón de oraciones. Eso sí, siempre a mi favor y conveniencia. La historia que me había construido de un proceso que fue a la vez doloroso e indignante, de pronto se revelaba como una mentira monumental. Pero, por como he dicho ya, darme cuenta de ello no lo hizo ni menos doloroso, ni menos indignante. Simplemente me convirtió en una extraña de una realidad que consideraba eterna y enteramente mía. Pensé, pues, que esa memoria intocable de la que hablaba al inicio era mi peor confidente. Las palabras estaban ahí, con sus muchas faltas y sus bellísimos aciertos, para recordarme que [casi] nada de lo que me contaba de esta historia era una verdad de la que podía fiarme. Tenía que estar demasiado atenta o corría el riesgo de volverme esclava de una mentira muy bien contada.

Así que resolví que era mejor deshacerme de todas. Esta conclusión, que sin duda no se sigue de ninguna de sus premisas, me sirvió para dejar que la imaginación hiciera tanto como quisiera conmigo, con mis palabras, con las suyas. Porque, al menos, ahora ya no tendría justiciero alguno que sacara un screenshot para señalarme como culpable de una interpretación mal ejecutada. Y, también, porque en mi castillo hecho de palabras ficticias tendría un sitio en el cual hallar regocijo, al que podría regresar tantas veces como quisiera sin miedo a caer en un abismo de palabras reales que brillaran por su ausencia. 

Aquí va una última reflexión, que explica por qué en el primer párrafo dije que hoy sigo coleccionando el resto de mis conversaciones y por qué aún ahora lo considero sensato. Borrar esa conversación fue un alivio, sí. Sin embargo, aún creo que hay un pedazo de mi universo que cayó en el olvido y que no habrá de regresar nunca: un lenguaje que existió y quedó extinto por falta de hablantes. A veces todavía extraño algunas palabras que sí que estuvieron ahí, que se sentían como un consuelo atemporal, como un abrazo para cuando mi alma se sintiera cansada. Por suerte, la carpeta de aquellas que quiero llevar en mi memoria por siempre ha hecho, hasta este momento, un buen trabajo. La eterna desaparición de estas palabras me asusta, pero creo que su materialidad las hacía aún un poco más escalofriantes. Si son fieles los hechos o no, ya no es un asunto que me interese resolver. Porque además ya no tengo forma de hacerlo. Así que, ahora, me basta con poder evocarlas tal y como me venga en gana. El resto es [y habrá de ser, por siempre] ficción. Pero en algo sí me equivoqué rotundamente: esta realidad sí es entera, eternamente, mía.

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