No sé si en las primarias de México le decían «lengua» a la materia sobre el lenguaje, pero en Venezuela sí. El contenido se guardaba en un cuaderno forrado de color rojo. De haber sabido que los conceptos nos salvan de tantas cosas, nunca los habría tirado a la basura.
Como casi todos, llegué incontables veces a quejarme durante la comida con mis papás: «¿de qué me sirve saber que algunas nubes son cirros y otras cúmulos?, de nada», «¿por qué nos enseñan a dividir si existen las calculadoras?». No recuerdo al caletre mi queja sobre la materia de lengua, pero tengo flashazos de los apartados de vocabulario: escribía palabras, me pedían que las buscara en el diccionario, las definía, las dejaba ahí. De haber sabido que los conceptos nos salvan de tantas cosas, los cuadernos rojos seguirían conmigo.
Con el vocabulario de la primaria y los vocablos que uno absorbe casi por ósmosis fui armando mundos. Y –aunque no sé exactamente de qué– seguramente las palabras de los cuadernos rojos me salvaron de algo. Entre los cientos de actos heróicos que ha protagonizado el lenguaje en mi vida, hay uno al que le tengo un cariño especial.
Roberto –uno de esos amigos que se hacen muy presentes cuando te sienten agüitada– una vez me mandó un mensaje que decía «te está haciendo gaslighting, querida, y tú no te has dado cuenta». Esa fue la frase con la que se abrió el significado de lo que yo, años atrás, había empezado a describir como la sensación de estar «diminuta y sola». De pronto, con sus explicaciones, pude construir en mi cabeza algo así:
El gaslighting es una forma de manipulación silenciosa, casi muda, que permea poco a poco en las conversaciones. Es la estrategia con la que una persona lleva a otra a creer que sus pensamientos, sus emociones y sus instintos no son confiables. Se siente como acurrucarse en una esquina. La vergüenza y el miedo ganan protagonismo. Pides perdón sin tener culpas. Cuando te cuentas las historias eres tú quien se equivoca. Tus errores se vuelven tan grandes que no dejan cabida a los de nadie más. Todo en ti se encoge y no te sientes digna de poner nada en duda, estás convencida de que tu criterio está dañado. Y no se lo cuentas a nadie, porque a las locas nadie les cree. Estás diminuta y sola.
El momento en el que alguien te da una palabra que te permite encontrarle sentido a las cosas se siente como un abrazo. A veces, porque la verdad es incisiva, también se siente como un putazo. Pero a fin de cuentas se trata de una nueva posibilidad encerrada en letras que se juntan para decir algo.
Gaslighting fue la palabra que me permitió nombrar una violencia y entender otras. Pasé meses buscándole las esquinas a un nudo de dinámicas de pareja. Al final huí, porque no pertenezco a los lugares donde alguien convierte mis palabras en puñales para mi piel, pero esa es otra historia.
Que vivan las maestras y los maestros que nos dieron un cuaderno de lengua, forrado de rojo, y nos pidieron emparejar palabras con sus definiciones. Ya entendí de qué me sirve. Y que vivan las amigas y los amigos que nos dan conceptos incluso cuando la primaria quedó atrás. Nos salvan.